Odio mi tragedia.
que aprenda de la muerte
su puta madre.
Como si estuviese en el fin del mundo.
Camino por la oficina arrastrando los pies. Tengo los oídos bien callados.
Llegué tarde y me senté a escribir unos cierres. Frases que concluyen una idea y la redondean.
Antes lo hacíamos diferente. Buscábamos la frase y luego llegaban las ideas. Es más fácil así. Como ponerle nombre a un perro. Sin nombre es imposible llamarlo y que venga. Con las ideas pasa igual. Encontrás un concepto, llamás a las ideas y ellas vienen. Sin concepto navegás por una gelatina de nada. Divagás. Jugás al mal artista que moldea sin saber hacia dónde se dirige.
No salí a comer.
Intento ordenarme pero se me está complicando. No estoy apurado por hacer nada.
El apuro es importante. Se activan las ansiedades cuando hay apuro. Papá no está bien, te tomás un avión a toda prisa repleto de ansiedades y hacés en el apuro. Inconciente de conciencia. Tenés cinco trabajos sobre la mesa y solucionás el primero pensando en el segundo, sabiendo que luego hay un tercero. Ese apuro no permite que entre el desorden. Uno, dos y luego tres. Las cosas se alinean solas en el apuro.
No tengo apuro hoy y estoy desordenado.
Me serví un café pero no tengo azúcar. Le doy un trago y está más amargo que la puta vida.
Lo abandono y me enciendo mi tercer cigarro del día. Estoy consiguiendo fumar menos. Seis o siete por día. Gerardo me dijo: si no te respetás a vos, por lo menos respetá a los cigarros. No te fumes todos, fumá los que se merecen ser fumados. Lo intento. Lo intento. Debería cortarme un par de dedos.
Pienso mucho en mi viejo. Me parece mentira que no esté ahora, cinco horas más temprano, abriendo el diario y tomándose el primer café del día, todo despeinado y enfundado en su salida de baño gris.
Te extraño bigote pero vivo en el esfuerzo de recordarte con alegría.
Estoy como las casas cuando sufren una mudanza, lleno de ausencias y en apariencia, vacío. Con mil historias mudas en cada uno de mis rincones.
¿Cómo me pongo a escribir de vos sin sentir que todo lo que pueda decir se va a quedar corto? ¿sin pensar que no existen palabras tan enormes y frases tan perfectas y construcciones tan exactas y justas, que te describan tal cuál fuiste? ¿Cómo hago, papi, para no derrumbarme en este silencio que se instaló en cada uno de los rincones que me habitan y que lleva esta tristeza a la que no puedo ni rotular? ¿Cómo hago, bigote, para empezar a crear un diálogo en el que tengo que inventarme tu voz?
Hace muchos años intentaste explicarme cómo lo habías hecho vos con tu viejo, como dejaste que el tiempo funcione como la herramienta más perfecta de erosión del dolor.
Por ahora no me sale. Todavía caminás demasiado vivo por mi rutina que intenta hacerse a la idea de tu ausencia.
Tengo un dolor de hijo que te pierde tan profundo que me cuesta hasta mirarme en el espejo. Te llevo en todos mis gestos.
Hace 20 días te llamé desde el aeropuerto; nos habíamos despedido una hora antes con un abrazo que juraba que nos volveríamos a ver, para decirte que eras el mejor papá que ningún hijo puede desear. Yo no quería que suene a despedida y seguramente vos tampoco. Pero vos te morías y yo estaba cagado de miedo.
Después pasó todo lo que pasó, la semana de vuelta en Madrid, el viaje corriendo porque te habías descompensado y a Mariana le daba un miedo terrible que no llegue a verte y en definitiva, las veinte horas de avión que fueron un siglo, aterrizar, bajarme corriendo, salir por la puerta y recibir la noticia de que tres horas antes tu cuerpo había dicho basta. Después un viaje en auto como borracho y llegar a casa a verte en tu cama, como si estuvieras dormido, como si en realidad estuvieras muerto. No puedo creer que estés muerto.
Dame un segundo. Me fumo un pucho y sigo.
Estoy cagado de miedo, papi. Te moriste y no puedo sacarme este miedo puto del cuerpo.
El otro día le contaba a Gonzalo un sueño que tuve, yo era chiquito y vos estabas igual que hace un mes, enfermo. Me tenías de la mano y no nos movíamos, estábamos en la playa mirando al mar. Yo agarrado de tu mano iba creciendo hasta que en un momento del sueño, cuando ya era más que un adolescente, te soltaba la mano. Nos quedábamos así, uno al lado del otro mirando al mar sin tocarnos. Pero en un momento, ya siendo yo casi el que soy hoy, apoyaba mi mano sobre tu hombro. Esto duraba un rato bastante largo, lo suficiente para darme cuenta que lo que estaba ocurriendo en el sueño es que yo estaba apoyado en vos, que me sostenías. Y de pronto; de un segundo para el otro, desaparecías. Desparecías y yo me desequilibraba y estaba a punto de caer al suelo. Después me desperté.
Llevo doce años viviendo en otro país pero vivía apoyado en vos.
Fue un montón de gente a tu entierro. Un montón de gente que te quería. Y se acercaron todos. Y todos nos abrazaron y todos nos dijeron la increíble persona que habías sido. Hasta fue el asqueroso del colorado, y te parecerá extraño pero hasta juraría que estaba triste. Fue gente del club, tus amigos del Liceo, gente de Hindú, amigos de Tomás, amigos de Mariana, mis amigos. Tuviste la despedida que te hubiese gustado tener. Yo sé que a vos te interesaría saber esto porque alguna vez me dijiste cuánto te entristecía ir a entierros en los había poquita gente, como si esa poca gente fuese el resumen de lo que el muerto había sido en vida. A veces calculabas así, muy a lo bigote.
A lo mejor ésta sea la primera y la última carta que te escriba. A lo mejor haya mil más. Por hoy es suficiente con este poquito, si sigo me muero yo.
Te extraño con todo.
Veo tres hermanos
-abrazados-
en medio del desierto
sin saber hacia dónde
empezar a caminar.
Caminando por el sendero de puertas
la casa se llena de acompañantes.
El encierro visitado viste la soledad
aunque la hace más profunda.
Dónde están los que deberían leerme
como un mapa tantas veces transitado?
Hay un cerca
dotado de un realismo que asusta
que dibuja los lazos más débiles
en pretendidos indestructibles.
Usamos lo que tenemos a mano
y lo que tenemos a mano
es un pájaro enfermo
dentro de una jaula cerrada con candado.
Visito mi suburbio
de pena y desaliento.
Soy una isla
guardada sin conciencia
por tiburones
que me obedecen.
Salgo a correr de la mano de alguien.
Pasan las cuadras,
las casas de gente que no conozco pero imagino,
las plazas que podrían hablar de mi,
y mi acompañante,
(silencio)
ya se hizo aire en mis dedos.
Me siento en una esquina
a pretender no sentir este temor.
A ganarle al abandono.