miércoles, 21 de octubre de 2009

Carta a mi viejo




¿Cómo me pongo a escribir de vos sin sentir que todo lo que pueda decir se va a quedar corto? ¿sin pensar que no existen palabras tan enormes y frases tan perfectas y construcciones tan exactas y justas, que te describan tal cuál fuiste? ¿Cómo hago, papi, para no derrumbarme en este silencio que se instaló en cada uno de los rincones que me habitan y que lleva esta tristeza a la que no puedo ni rotular? ¿Cómo hago, bigote, para empezar a crear un diálogo en el que tengo que inventarme tu voz?

Hace muchos años intentaste explicarme cómo lo habías hecho vos con tu viejo, como dejaste que el tiempo funcione como la herramienta más perfecta de erosión del dolor.

Por ahora no me sale. Todavía caminás demasiado vivo por mi rutina que intenta hacerse a la idea de tu ausencia.

Tengo un dolor de hijo que te pierde tan profundo que me cuesta hasta mirarme en el espejo. Te llevo en todos mis gestos.

Hace 20 días te llamé desde el aeropuerto; nos habíamos despedido una hora antes con un abrazo que juraba que nos volveríamos a ver, para decirte que eras el mejor papá que ningún hijo puede desear. Yo no quería que suene a despedida y seguramente vos tampoco. Pero vos te morías y yo estaba cagado de miedo.

Después pasó todo lo que pasó, la semana de vuelta en Madrid, el viaje corriendo porque te habías descompensado y a Mariana le daba un miedo terrible que no llegue a verte y en definitiva, las veinte horas de avión que fueron un siglo, aterrizar, bajarme corriendo, salir por la puerta y recibir la noticia de que tres horas antes tu cuerpo había dicho basta. Después un viaje en auto como borracho y llegar a casa a verte en tu cama, como si estuvieras dormido, como si en realidad estuvieras muerto. No puedo creer que estés muerto.

Dame un segundo. Me fumo un pucho y sigo.

Estoy cagado de miedo, papi. Te moriste y no puedo sacarme este miedo puto del cuerpo.

El otro día le contaba a Gonzalo un sueño que tuve, yo era chiquito y vos estabas igual que hace un mes, enfermo. Me tenías de la mano y no nos movíamos, estábamos en la playa mirando al mar. Yo agarrado de tu mano iba creciendo hasta que en un momento del sueño, cuando ya era más que un adolescente, te soltaba la mano. Nos quedábamos así, uno al lado del otro mirando al mar sin tocarnos. Pero en un momento, ya siendo yo casi el que soy hoy, apoyaba mi mano sobre tu hombro. Esto duraba un rato bastante largo, lo suficiente para darme cuenta que lo que estaba ocurriendo en el sueño es que yo estaba apoyado en vos, que me sostenías. Y de pronto; de un segundo para el otro, desaparecías. Desparecías y yo me desequilibraba y estaba a punto de caer al suelo. Después me desperté.

Llevo doce años viviendo en otro país pero vivía apoyado en vos.

Fue un montón de gente a tu entierro. Un montón de gente que te quería. Y se acercaron todos. Y todos nos abrazaron y todos nos dijeron la increíble persona que habías sido. Hasta fue el asqueroso del colorado, y te parecerá extraño pero hasta juraría que estaba triste. Fue gente del club, tus amigos del Liceo, gente de Hindú, amigos de Tomás, amigos de Mariana, mis amigos. Tuviste la despedida que te hubiese gustado tener. Yo sé que a vos te interesaría saber esto porque alguna vez me dijiste cuánto te entristecía ir a entierros en los había poquita gente, como si esa poca gente fuese el resumen de lo que el muerto había sido en vida. A veces calculabas así, muy a lo bigote.

A lo mejor ésta sea la primera y la última carta que te escriba. A lo mejor haya mil más. Por hoy es suficiente con este poquito, si sigo me muero yo.

Te extraño con todo.



Tres hermanos




Veo tres hermanos

-abrazados-

en medio del desierto

sin saber hacia dónde

empezar a caminar.