lunes, 31 de octubre de 2011

Muerte de un animal

El campo, a esas horas, es una enjambre manso de soledades. Los árboles allá; agrupados y silenciosos, los perros echados con la panza en el fresco y la casa al fondo; un islote en medio de un océano vasto y frondoso que se acaba dónde la vista no alcanza a ver. Ni el rumor del pueblo en la distancia sugiere un pueblo. La ruta después del camino de tierra, más allá del portón de madera y hierro, ni siquiera silba.

Bajo el ombú, la jaula oxidada vence al animal y no lo vemos; un amasijo marrón que arrasa con el conjunto de exactitudes y lo altera afeándolo levemente, una miga rugosa hundiéndose en un vaso de agua.

En la cocina el hombre observa por la ventana. El rifle apoyado sobre las rodillas no reluce. El gesto del hombre se presenta aséptico y ausente; ojos vacíos para otear al animal que ahora se mueve.

Las moscas alrededor de la cabeza santifican al bicho, una corona de desgracia que revolotea agitando la quietud y haciéndola incluso, un poco más tensa.

La pava chifla y el animal se incorpora. El sonido del vapor a presión y el movimiento del rey coinciden en una misma alarma con su inmediata consecuencia. Aunque no es una advertencia real ya que el grito de la casa es mudo y el animal demasiado viejo para escucharlo.

El hombre mira a la bestia. El pelaje apoliyado y roñoso, y una parva indefinida de años acumulados en los mazacotes de pelusa percudida. La fuerza justa para estirar la cabeza y bostezar con la boca inmensa y podrida; la boca de un anciano.

El hombre respeta a ese animal, en secreto. Añora a la bestia, eso sí, pero no la culpa, más bien todo lo contrario. Los años de encierro con el campo ahí nomas, la libertad detrás de los hierros que nunca llegó a comprender; los pasos cortos en ida y vuelta, en redondo, hasta caer exhausto de incomodidad. Día tras día, año tras año, venciéndolo hasta transformarlo en esa idea; en la proyección física de una realidad que parece pero no es.

Y aquí, el remordimiento del hombre y su conciencia, la culpa merecida. Tan viejo el monstruo y tan encerrado, exacto a su simulacro; aunque algo más triste, más abatido.

Apoya el rifle en el suelo y agarra el mate. Acomoda la bombilla en la yerba, echa el agua caliente y en el aire se dibuja un fantasma de vapor que no dura; luego chupa.

El cristal de los ojos se humedece.

No mira el reloj. Toca la esfera redonda y el frío suave y abombado del tiempo parece chistarle que no hay espacio para más demoras, que ya debería estar saliendo.

Levanta el arma del suelo; no duda, y comienza a caminar hacia la puerta. Quince pasos firmes y encorvados; sale al rellano. Los perros lo reciben a los saltos. Se los saca de encima pero sin palabras. Lo hace con la contundencia de ese andar decidido; los clava sobre la tierra y los deja ahí, mirando en blanco y negro su silueta alejarse en brioso desfile, en marcha corajuda hacia no se sabe muy bien qué valentía.

El monarca lo espera de pie; erguido, el pecho hacia afuera y la vista al frente, y mientras el hombre avanza el animal va ganando en envergadura; recuperando con cada paso parte de esa majestuosidad abandonada en el baúl de la memoria.

Frente a la puerta de la jaula el hombre echa un último vistazo a su cautivo.

Desde dentro, la bestia observa a su captor y no hay rencor en el gesto.

El hombre saca una llave herrumbrosa de su bolsillo y destraba el encierro. El animal no se mueve.

Abre la puerta. Entra.

El animal da dos pasos hacia el hombre.

El hombre levanta el rifle.

El León se agazapa; aunque nunca sabremos si lo ha hecho para atacar o en señal de renuncia.

En el pueblo se escucha el disparo. Revuelo de pájaros.

La puerta de la jaula está abierta. Los perros ladran.

Un animal acaba de morir.

Recostando sobre la hierba, el otro animal mira una puerta abierta y no calza en ese símbolo, ningún tipo de libertad.