martes, 24 de mayo de 2011

La cama y la muerta

La volvió a tocar y el mármol de su piel le susurró que ya no volvería a despertar.
No sólo el instante era un instante muerto, también la habitación y el papel floreado sobre las paredes; y la ventana con los vidrios llenos de dedos, y el exterior luminoso y vacío; y la calle, y los árboles impregnados de ese otoño marrón y apretado de principios de Abril.
Una mañana sin vida. El despertar de un día de enfermedad; ahora sin vida.
La tomó suavemente de las manos, apoyando las yemas de los dedos en la palma ingrávida que aún guardaba un rastro de sudor invisible. Tuvo miedo de sujetarla con más fuerza y que una parte de la muerte lo atravesara y lo partiera en dos. Aunque ya estaba roto. Llevaba roto demasiados años.
La destapó. El frío no podría arruinar otra semana más, dejando en el cuerpo de María, una nueva invasión. Ningún ejército en esas tierras resultaría ahora una amenaza.
Le retiró las medias y las apoyó cuidadosamente en el suelo. Al hacerlo no pudo evitar quedarse mirando durante algunos segundos las pantuflas, que sus pies; ahora descalzos e inmóviles sobre la cama, ya no volverían a calzarse. No hay visión más triste y desoladora que los zapatos vacíos de un muerto, son la prueba inequívoca de la desaparición, de la extinción, de la fuga. Por eso no los tocó, prefirió levantar la mirada y comenzar a desabrocharle el camisón, aún húmedo de la noche anterior. Sus manos se estremecieron al sentir el agua de María presente sobre la tela. Dos días después pensaría en lo extraño que le había resultado que una parte de ella hubiese sobrevivido a la muerte alojándose en un trozo de ropa, empapándola hasta convencerlo de su engañosa existencia.
Retiró el camisón, con cuidado pero con la torpeza con la que un empleado nuevo desviste a un maniquí. Lo dobló y lo llevó hasta la silla; lo apoyó con timidez, como si en realidad estuviese depositando una parte de ella que aún latía.
Se agachó y se dejó llevar por el perfume a enfermedad de los últimos años.
Quiso llorar.
Volvió hasta la cama; se sentó, agotado de dolor; de desesperanza.
El sol se coló por la ventana iluminando el cuerpo inerme de la muerta, vistiéndolo de una palidez de porcelana que estremecía.
No pudo llorar.
Primero la miró a los ojos; el verde se había apagado definitivamente y ahora era casi gris, ya no había en ellos la profundidad del sufrimiento, ni la huella que se descubre en la mirada de los que han transitado ese camino que sólo conocen los enfermos. Sus ojos; más ausentes que nunca, lucían tristes pero cristalinos; una pileta con agua en un atardecer de invierno.
Le observó la cabeza. El cráneo sin pelo; redondísimo, luna llena en mitad de la noche, brillaba apoyado sobre la almohada. Pensó en acariciarlo pero sus manos prefirieron la inmovilidad.
La visión del pecho y el vientre desnudo gobernado por el más frío de los abandonos, lo hizo levantarse de un salto. No había espacio en el que depositar más angustia, así que tomó distancia y echó un último vistazo.
Una cama y la muerte.

Su cama y su muerta.


Desde la calle llegaba la voz de una mujer gritándole a su hijo que no era hora de ir a la plaza. Un grupo de chicos corriendo a toda velocidad. El ruido de las hamacas cuando no tienen ningún niño encima y chirrían hasta que al final alguien las detiene. Bocinas que modulan en el horizonte y luego desaparecen. Perros que ladran. Bicicletas que se alejan. Coches. Gente.

Y lejos, allá donde la vista no llega, algo que suena pero que no logramos identificar qué es.

1 comentario:

  1. todo lo muda que me puede dejar el talento de un viejo amigo
    tanto en este instante

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